El hombre.
Maldito y divino; dionisiaco y apolíneo; atroz y salvaje; ateo y cristiano; desnudo y encadenado; chabacano y espiritual… ¡Siempre HOMBRE! Fuerza mayúscula de medición, estampa de rigor, medida de todas la cosas. Historia intrínseca, superador de toda naturaleza, ordenador de imaginación, destructor de imaginerías, ahuyentador de la fe…
El hombre: azar y gloria; suerte y tragedia lírica, esa construcción sociocultural pseudomítica…
Debemos preguntarnos, ¿cuál ha sido la recompensa de separarse definitivamente de la fe ―cualquiera que sea su naturaleza―? La respuesta: incorporarse al mercado del pensamiento. Ser medida de sí mismo. Ser el nuevo objeto filosófico y estético.
Desde que el hombre comienza a interesarse por lo verdaderamente humano, por las consideraciones intempestivas del individuo y, con mayor hondura, a comulgar con los harapos de su vacío, acepta el caos dentro de sí dando a luz a una estrella danzarina (Así habló Zaratustra, 1883-1885) para construir un nuevo océano donde poder ahogarse, como tan certeramente nos arenga Niezstche (1886). Ese océano es la creación de una nueva percepción del tiempo: el futuro.
Surge entonces un espectro de pensamiento que vaga entre muertos y vivos. Un nuevo ser que se distancia de la abstracción. En este nuevo tiempo, nos sumergimos en las aguas provenientes de constelaciones interiores. El ser humano se concreta en nosotros. Despojado ya de ser concepto o médium hacia el extramundo, se emancipa del pasado y comienza a andar por la maleza del pensamiento.
El hombre es la medida del hombre. Es todo. Definitivamente.
El tránsito del individuo como categoría filosófica y política se construye lentamente, desde las cosmovisiones mesopotámicas y las del valle del Indo, pasando por Protágoras (s. V a.C.) y su el hombre es la medida de todas las cosas, hasta el pensamiento renacentista de Nicolás de Cusa (1401–1464) o Giordano Bruno (1548–1600), culminando en la modernidad ilustrada de los siglos XVII y XVIII. Más allá de la fecha exacta, lo cierto es que la historia del teatro y la del hombre se transforman al unísono.
La historia del pensamiento revela este giro con claridad: los acontecimientos históricos adquieren más fiabilidad y veracidad en las manifestaciones artísticas que los escritos del cronista de turno sometido al poder y a la normatividad imperante. El hombre aparece, en términos de Gilles Deleuze (El pliegue, 1988), como un pliegue: un informe de pensamientos, sentimientos, traumas, querencias, ausencias, ahistorias, conversiones, idealizaciones, elecciones…
En el teatro, Gotthold Ephraim Lessing (1729–1781) propone en su Dramaturgia de Hamburgo (1767–1769) que la escena debe representar hombres concretos y no arquetipos. Émile Zola (1840–1902), en El naturalismo en el teatro (1881), insiste en que los personajes deben responder a condiciones psicológicas y ambientales. Richard Wagner (1813–1883), con su concepto de obra de arte total (1849), expulsa la religión para situar al hombre como creador de mitos. Arthur Schopenhauer (1788–1860) sostuvo que el arte es el camino más elevado hacia la liberación del dolor del mundo (El mundo como voluntad y representación, 1819). Søren Kierkegaard (1813–1855) colocó la existencia individual en el centro del cristianismo subjetivo (Temor y temblor, 1843), y Nietzsche (1844–1900) nos gritó, sin tapujos, que debíamos expresar nuestra individualidad sin miedo ni liturgias: debéis ser quienes sois (La gaya ciencia, 1882).
Así, comienza a escribirse la historia de personas psicológicamente complejas, donde el arquetipo deja de ser plausible ni bienvenido como tampoco lo son las modulaciones rígidas de voz ni los gestos codificados al estilo de Goethe (1749–1832) son ya bienvenidos. Hay que encontrar la verdad del individuo concreto, con sus afecciones, sus luchas, sus creencias y su erudición.
El teatro, entonces, exige una metodología. Y ahí aparece un señor llamado Konstantin S. Stanislavski (1863-1938) quien trasladó al escenario la exigencia de verosimilitud psicológica, interioridad y organicidad en la interpretación con su sistema basado en la búsqueda de la verdad escénica (Mi vida en el arte, 1924), generando un punto de inflexión: la emoción sentida es la única capaz de conmover al espectador. Esta será la chispa del fuego prometeico de la escena a partir del siglo XX.
En una cascada estética sin descanso que sacude las cabezas de Europa, aparece el movimiento Sturm und Drang ―preludio del Romanticismo―, surgido en Alemania hacia 1765. Fue encabezado por jóvenes escritores como Johann Gottfried Herder (1744–1803), cuya exaltación del genio creador y la autenticidad popular rompía con el racionalismo ilustrado; Johann Wolfgang von Goethe (1749–1832), quien con Las desventuras del joven Werther (1774) encendió la sensibilidad europea con un grito romántico de libertad individual; y Friedrich Schiller (1759–1805), que en Los bandidos (1781) llevó al escenario la rebeldía juvenil contra el orden establecido. Este movimiento supuso un estallido contra las formas rígidas del clasicismo y una defensa de la pasión, la subjetividad y la fuerza vital como fundamentos de la experiencia humana y artística.
De aquel impulso se llegó, casi inevitablemente, a la ebullición intelectual del tránsito del siglo XVIII al XIX: la explosión del racionalismo francés y, en Alemania, el desarrollo del idealismo con Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770–1831), Johann Gottlieb Fichte (1762–1814) y Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (1775–1854). Paralelamente, los hermanos August Wilhelm Schlegel (1767–1845) y Friedrich Schlegel (1772–1829) junto a Novalis (1772-1801) inauguraban el Romanticismo de Jena, donde el arte se concebía como revelación infinita del espíritu y el teatro como un lugar de síntesis de lo humano, lo infinito expresándose en lo finito.
Todo este caudal filosófico y estético desembocó, dentro del ámbito teatral, en el gran giro del siglo XX: el sistema de Konstantin S. Stanislavski, la mayor de las revoluciones teatrales modernas, capaz de transformar la representación en vivencia y el arte escénico en laboratorio de la condición humana.
Si el idealismo alemán fue la tormenta filosófica perfecta, Stanislavski encarnó el huracán escénico eterno.
¡Hacia ese huracán nos dirigimos!