Hacia el diagrama de fugas. Parte III.

David Vélez

Y apareció la duda. Una duda que dio pie al modernismo europeo. A partir del siglo XVII, la mirada del hombre comenzó a adentrarse profundamente en su propio organismo y existencia. Como afirmaba René Descartes en 1641 en sus Meditaciones Metafísicas: «El alma reside en la glándula pineal». Lo que antes era percibido como un éter intangible, que navegaba liviano en la invisibilidad de las esferas celestiales, ahora se concentraba en una estructura física. En ese pequeño punto biológico se abría, supuestamente, la puerta para conectar con el alma. Comenzaba así la era del antropocentrismo, cimiento de lo que más adelante sería el egocentrismo.

¡Imagine y pregúntese, amigo lector, cuál es la tendencia de una sociedad que conoce y controla la dopamina del ocio! ¿Más ocio quizás? Ahora imagine conmigo qué sucedería tras ese gran trampolín que es el antropocentrismo —control de los elementos naturales, la razón como principio rector capaz de dominar el mundo, la falta de consideración hacia el mundo animal—, en el cual el ser humano queda solo frente a sí mismo, construyendo éticas y leyes que justifican sus acciones para reforzar su prestigio social y ejercer, incluso, mayor tiranía. En ese escenario, cada uno se convierte en el responsable último de su destino.

Ya no vendrá Mefistófeles, como en la Fausto de Goethe (1808), a quebrar nuestra paz, ni Dios impondrá su ética para garantizar un futuro esperanzador. Ahora es mi vecino quien domina mi vida claramente. La oquedad generada por la muerte simbólica de Dios —anunciada vigorosamente por Friedrich Nietzsche en su obra Así habló Zaratustra (1883)— se torna trascendental: perder a Dios implica redefinir el sentido ético de las sociedades, adoptar nuevos imperativos normativos, nuevas formas de relacionarse y nuevos lenguajes artísticos. Como señaló Nietzsche: «Dios ha muerto. ¡Nosotros lo hemos matado!».

Amigo lector, hemos terminado con Dios, pero también hemos quedado vacíos y baldíos para alegría del clero. Ahora corresponde construir al nuevo ser humano, ya que la razón por sí sola —como plasmó magistralmente Francisco de Goya en su grabado El sueño de la razón produce monstruos (1799)— no basta y puede conducirnos al desastre. Somos una especie tan poco experta en inteligencia intuitiva que, para entendernos, necesitamos colisionar o con la muerte o con nuestra propia caída.

Precisamente, al levantarnos de esta caída, el arte debe desempeñar su verdadero papel, actuando como espejo reflector de nuestras conductas y como vehículo hacia nuevas éticas y formas de entendernos. Desde el siglo XVII hasta la aparición del cine a finales del siglo XIX, el teatro se alza como el ARTE por excelencia: un auténtico ARTE TOTAL.

En este marco surgieron las nuevas dramaturgias ilustradas promovidas por Denis Diderot (1713-1784), quien propuso un teatro basado en el realismo psicológico y la autenticidad emocional, y Jean le Rond d’Alembert (1717-1783), cuyo racionalismo científico se trasladó al ámbito escénico. Las reflexiones antropológicas de Jean-Jacques Rousseau en obras como El contrato social (1762), junto con su crítica al artificio teatral en Carta a d’Alembert sobre los espectáculos, también nutrieron este debate estético. Georg Wilhelm Friedrich Hegel aportó una visión dialéctica del teatro como manifestación suprema del espíritu absoluto en sus Lecciones sobre la estética (1835). Friedrich Wilhelm Joseph Schelling concibió el teatro como una representación simbólica capaz de revelar la unidad primordial entre naturaleza y espíritu. El Sturm und Drang, liderado por Johann Wolfgang von Goethe en la década de 1770, exaltó el sentimiento y la pasión como fuentes genuinas de creación teatral.

Posteriormente, el revolucionario concepto de obra de arte total propuesto por Richard Wagner a mediados del siglo XIX influiría decisivamente en Friedrich Nietzsche, quien valoraba el teatro como expresión trágica y vitalista de la existencia humana, y en el movimiento escénico impulsado por el duque Jorge II de Sajonia-Meiningen a partir de 1866, precursor de un teatro moderno y meticulosamente detallista. Søren Kierkegaard (1813-1855), desde su perspectiva existencialista, consideraba el teatro como reflejo del dilema existencial del individuo frente a la angustia y la elección.

Toda esta potente corriente estética europea desembocó finalmente en Konstantín Stanislavski (1863-1938) y su influyente sistema. El legado metodológico de Stanislavski, que propugnaba una actuación introspectiva y realista, merece que lo reflexionemos con profundidad, ya que en él se concentran las respuestas a muchas de las preguntas planteadas sobre la esencia humana, el papel del arte y la búsqueda de nuevos horizontes éticos en una sociedad posmoderna en crisis constante.

Pero, claro, sería demasiado burdo pasar por encima del idealismo alemán, del racionalismo francés o del irracionalismo de Nietzsche o Kierkegaard sin ver dónde supura el veneno de su pensamiento en el arte teatral.

¡Prepárense que subimos a la montaña de Hölderlin!

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