NOTA SEIS: Hacia el diagrama de fugas. Parte II.

David Vélez

E Italia, sempre Italia…  Se podría llegar a decir —sin agitar en exceso los trigales de los falsos esteticismos ni de los eruditos distanciados de lo cotidiano— que Italia consolida la historia. Es imposible hablar de la modernidad artística sin citar la solidez que aporta Italia al arte occidental. Del mismo modo, no se puede hablar de teatro moderno sin evocar a Italia.

Y es que fue en Italia, y desde Italia, donde comenzó a gestarse el teatro tal como lo conocemos hoy, pese a las saludables influencias asiáticas o africanas que posteriormente enriquecerán el arte escénico. La matriz de la teatralidad moderna —en su concepción espacial, filosófica y técnica— está inevitablemente anclada al Renacimiento italiano.

El Quattrocento, ese siglo XV entre luces y sombras, fue una época convulsa y fértil. Ciudades-Estado como Florencia, Venecia, Milán, Roma o Mantua compitieron no sólo por poder político, sino por hegemonía cultural. Familias como los Médici, los Sforza, los Este o los Gonzaga comprendieron que el patrocinio de las artes era una forma de eternidad. Esta red de rivalidades, alianzas cambiantes, disputas territoriales y refinamiento intelectual generó las condiciones perfectas para el nacimiento de una nueva idea: el Hombre. El Renacimiento se proyecta entonces como una ruptura con la Edad Media feudal y una afirmación de la burguesía urbana, con una nueva ética, estética y subjetividad.

Podemos aventurarnos a decir que aquí comienza la modernidad plena, en su punto más profundo: la búsqueda de sentido y de identidad, lo que Jacques Derrida llamaría siglos más tarde la différance (término desarrollado especialmente en su obra La Dissémination, publicada en 1972): esa tensión entre lo que se vela (la humanidad colectiva) y lo que se desvela (el individuo).

Oh, amigos! Comienza el camino hacia la individuación moderna —o pre-postmoderna, si somos fieles a la cronología— cuyo pistoletazo de salida se llama, sin duda, Humanismo. Acompáñenme. Sitúense en un ambiente donde comienza a pulular un nuevo ideal laico y casi litúrgico: la reinvención del hombre y sus posibilidades. Un hombre que ya no se define sólo por su lugar en el cosmos, sino por su dignidad intrínseca, por su capacidad de pensamiento, de creación, de libertad. Un hombre que se desvela —como en el sentido heideggeriano— ante una realidad obtusa y caótica, y que descubre en su différance (ant.cit.) frente al otro, la raíz de su identidad.

Tengan en mente a este nuevo hombre y fusiónenlo con los siguientes elementos históricos: por un lado, una geopolítica fragmentada pero extraordinariamente influyente. Ciudades-Estado con economías florecientes, se convierten en centros de poder cultural. Por otro, una necesidad imperiosa de autoafirmación. El individuo —ya no el linaje, ya no el clero, ya no el gremio— comienza a buscar su propia huella, su impronta. Una neurosis colectiva, quizá, con cierta carga de narcisismo infantil, que todavía resuena en nuestras redes sociales y discursos de éxito personal.

Imaginemos ahora esas ciudades gobernadas por influyentes familias como los Médici en Florencia, los Sforza en Milán, los Gonzaga en Mantua o los Della Rovere en Urbino. Todos compiten no sólo por el oro o el territorio, sino por la inmortalidad simbólica: erigen edificios superlativos, proyectan arquitecturas imposibles —como la cúpula de Brunelleschi (1420–1436) en Santa Maria del Fiore—, encargan murales descomunales como los de Masaccio en la Capilla Brancacci (1425–28), redactan tratados como El Príncipe de Maquiavelo (1513), promueven la creación de códigos éticos, impulsan la secularización de festividades religiosas, y fundan academias, teatros, jardines de las delicias intelectuales, donde el saber y el arte se celebran sin pudor.

¿Y cómo lo ejecutan? Contratando a los nuevos artistas, que ya no son simples artesanos anónimos de taller, sino genios reconocibles, firmantes de su obra. Surge la figura del creador individual, que busca no sólo complacer a su patrón, sino expresarse, dejar su estilo, su sello. Son llamados los mejores del momento: Leonardo da Vinci (1452–1519), pintor, ingeniero, anatomista, símbolo del hombre renacentista; Miguel Ángel Buonarroti (1475–1564), escultor de David (1501–1504) y pintor del techo de la Capilla Sixtina (1508–1512); Rafael Sanzio (1483–1520), cuyas Estancias Vaticanas siguen asombrando por su equilibrio y gracia; Donato Bramante, arquitecto clave del Alto Renacimiento; Filippo Brunelleschi, que revoluciona la arquitectura con la perspectiva lineal; Galileo Galilei (1564–1642), más adelante, en una línea astronómica que también hunde raíces en esta época; y, por supuesto, pensadores como Pico della Mirandola, autor del célebre Discurso sobre la dignidad del hombre (1486), que se convierte en manifiesto del Humanismo Renacentista.

Así emerge una nueva cosmovisión: el hombre como medida de todas las cosas     —como ya prefiguraba Protágoras en el mundo clásico y retoma el Renacimiento con pasión y riesgo. Un mundo donde el individuo tiene responsabilidad y un profundo deseo de dejar memoria.       

¡Oh, amigos! Pues hete aquí que en este contexto nace una noción fundamental que transformará todo el porvenir: el ocio. No el simple descanso, sino el ocio entendido como espacio de realización, de juego, de comunión simbólica. Una noción heredada del mundo clásico que había quedado eclipsada durante el medioevo. Cicerón ya hablaba del otium cum dignitate, el ocio digno que permite pensar, crear, ser.

Este nuevo ocio, como bien subrayaría Johan Huizinga en Homo Ludens (1938), constituye un pilar de la cultura, ¿Cómo juega el hombre adulto? Y es que sólo cuando una sociedad se permite jugar, es que ha entrado en una fase de autoconciencia. Italia lo comprendió y lo convirtió en motor de innovación.

En este escenario, el teatro encuentra un lugar privilegiado. Ya no es sólo un divertimento popular en plazas y mercados: se convierte en acontecimiento aristocrático, ritual secularizado y vehículo de ideas. Las familias adineradas financian compañías para que actúen en sus palacios, y exigen lujo, pompa, fasto visual y excelencia técnica.

Es aquí donde nacen las bases del teatro a la italiana, modelo escénico codificado entre los siglos XVI y XVII. El primer ejemplo formal es el Teatro Olimpico en Vicenza (1580-1585), diseñado por Andrea Palladio, donde se introduce la perspectiva visual como parte integral del espectáculo. Luego vendrán otros espacios icónicos como el Teatro Farnese de Parma (1618) o el Teatro San Carlo de Nápoles (1737), considerado el teatro de ópera más antiguo en funcionamiento.

Este espacio teatral revolucionó la forma de actuar y de escribir para la escena. El actor, antes saltimbanqui, trotamundos y bufón, pasa a ser un intérprete refinado, que debe contener su gesto, proyectar con precisión, y adaptarse a un público culto y exigente. Se abandona el grito de la plaza y se abraza la verosimilitud emocional.

Podemos imaginar la transición: compañías nómadas, curtidas en la intemperie y el hambre, son acogidas por mecenas para interpretar pequeñas partes de textos clásicos como Las Bacantes de Eurípides (h. 405 a.C.). Ya no improvisan; ensayan. No gritan; susurran. Descubren el poder del silencio, de la réplica, de la tensión dramática sostenida. Comienzan a pensar en la técnica del actor.

¡Oh, lector, imagine conmigo! Por un momento nos convertimos en un actor de aquella época. Virtuosos saltimbanquis, hacedores de cabriolas, danzarines, músicos sin igual; nuestras voces son grandes pantallas de sonido; improvisamos con agilidad, interpelamos al público con ritmo, lanzamos chanzas y romances inspirados en sucesos locales; viajamos de pueblo en pueblo, sin descanso, en busca de dinero y comida.

Imaginemos ahora nuestros cuerpos cansados, las relaciones humanas enquistadas por la rutina y la intemperie, compañeros ateridos que ya son familia: compartimos hijos, cuidados a los mayores, penas y esperanzas. [No puedo evitar evocar aquí el film El circo de Ingmar Bergman (1953), retrato feroz de esta condición errante].

Y de pronto… todo cambia. Somos contratados por un mecenas para actuar durante semanas, quizá meses, en un pequeño palacete. Se nos ofrece un estipendio, comida caliente y una estancia digna, a cambio de servir de estímulo a un nuevo fenómeno social: se nos pide encarnar textos específicos, obras seleccionadas según el gusto, el capricho o el saber de nuestro mecenas. La posibilidad de errar es alta, pero la necesidad aprieta. ¿Cómo adaptar entonces nuestro talento a un espacio cerrado, íntimo, reducido? Ensayamos. Ya no podemos proyectar la voz como en las plazas: se nos escucha hasta la respiración. Hay que domesticar el gesto, contener la energía. Creamos telones y bastidores para generar profundidad y perspectiva en ese altillo que apenas tiene unos metros de fondo. Comenzamos a respetar el silencio escénico, a darnos las réplicas con cadencia y precisión. Los gestos se vuelven mínimos, pero elocuentes. Ya no es necesario abrir desmesuradamente los ojos: se nos ve con claridad.

Algo esencial ha cambiado: el público ahora viene a escuchar una historia con atención plena. Viene dispuesto a dejarse llevar, a emocionarse, a pensar. Y eso exige de nosotros una nueva forma de actuar, más medida, más sincera, más verdadera. Ha nacido otra forma de teatro. Y también, otro tipo de actor.

Nunca hemos actuado de este modo pero la necesidad y el hambre, el ideal de prosperidad y el arte, se funden en una alquimia única. Como señala Ernst Bloch en El Principio de Esperanza (1954-1959), la carencia es madre de la imaginación. Y es precisamente desde esa carencia donde florece una nueva sensibilidad por la escena sin igual, la búsqueda de una verosimilitud que nos acerque a una verdad envolvente.

¡Pues, amigo, deje de imaginar! Este es el germen del actor moderno.

El público ya no necesita ser capturado, sino acompañado. El espacio escénico y el contexto cultural lo predisponen. Lo que ahora exige el espectador es verdad. Una verdad teatral, sí, pero profundamente humana. Así nace el actor que ya no representa sino que encarna; la dramaturgia que no solo relata sino que conmueve; el teatro que ya no entretiene solamente, sino que transforma.

Y aquí, precisamente aquí, comienza la historia moderna del teatro.

Continuaremos, sin duda alguna…

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